Hace unos meses, se publicó la lista de los investigadores que más publican en nuestro país, y como era de esperar, sabía que no me encontraría en ella. La mayoría de los nombres en la lista eran hombres, y las pocas mujeres que figuraban probablemente ya habían pasado la barrera de los 50 años, tiempo necesario para recuperarse de los altibajos en la producción académica que las mujeres enfrentamos después de dar a luz y criar a nuestros hijos.
Las mujeres enfrentamos diversos desafíos, según las investigaciones realizamos tres veces más trabajo doméstico que los hombres. En mi caso, el día que comencé a darle de lactar a mi hija mayor, me di cuenta de que nunca igualaría a los investigadores varones. La lactancia materna es un trabajo a tiempo completo, y las instituciones académicas no están estructuralmente preparadas para mitigar su impacto ni el impacto de todo lo que acarrea la maternidad en el trabajo de las mujeres. Consciente de esto, decidí priorizar mis investigaciones, enfocándome en los estudios que consideraba más relevantes. En ese proceso, aprendí a identificar aquellos proyectos que me llenaban como persona, que le daban propósito a mi vida y que podían tener un impacto profundo en las comunidades que más lo necesitaban. Aprendí mucho en este viaje, a discernir qué investigaciones seguir y cuáles dejar ir. Porque el camino de un investigador no es lineal; siempre hay desvíos que nos enseñan valiosas lecciones.
Sin embargo, es importante reconocer que no todas las investigadoras eligen ser madres, y aun así enfrentan un camino desigual y sinuoso por otros motivos. La falta de representación, el sesgo implícito y la presión constante por demostrar su valía en un entorno predominantemente masculino son desafíos significativos. Estas barreras estructurales y culturales también impactan la trayectoria profesional de muchas mujeres que, independientemente de sus decisiones personales sobre la maternidad, deben navegar por un sistema que no siempre valora ni apoya su contribución de manera equitativa.
El mundo exterior tiende a centrarse en la cuantificación: cuántas publicaciones tienes, en qué revistas están publicadas, cuántos premios has ganado. Pero deberíamos dejar de medir a las personas por estos estándares y reflexionar sobre lo siguiente: ¿estamos generando un impacto positivo en nuestro entorno? ¿Estamos abordando problemas que son importantes para las comunidades y contribuyendo al bienestar de nuestra sociedad? ¿nuestro trabajo nos hace sentir mejores personas? Si la respuesta es sí, deberías sentirte satisfecha. En conclusión, ser un investigador, y especialmente una investigadora, implica navegar por un camino lleno de retos únicos. Ya sea equilibrando las responsabilidades de la maternidad o enfrentando otras formas de desigualdad, es crucial que reconozcamos y valoremos los diversos caminos hacia el éxito. Lo que realmente importa no es solo lo que logramos individualmente, sino cómo transformamos nuestro entorno y las vidas de las personas que tocamos.
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